En la pobreza del máximo esplendor, la corriente mística del cielo fecunda sobre lo estéril de la montaña un río celeste que, en su caída, se vuelca sobre el tibio rostro del horizonte. Paisaje único de seres sin consuelo, como sangre en vez de agua, se solidifica ese ruido extraño en el constante chapoteo del río mientras una nube se acerca para tomar un poco de su ser…no hay rincones de finales felices o encuentros diurnos que calmen la sed del espíritu, pero, ya casi como consuelo, se desdicha sobre la cima de la montaña (en ese mágico puente invisible) el hilo rojo del destino Se deshace, una vez en el agua, la belleza que se puede reclamar por el deseoso paisaje, ya no puede, ni el cielo, ni la montaña, ni la nube, acabar con la veracidad del pedido del río de ser protagonista de su propio lamento. Queda ahogado su instinto y sepultado bajo ese contante flujo de agua.
En el medio de ese cuadro, pintado en el fondo de la oscuridad del parpado, se relame, en la soledad, la presencia del no-espíritu propio del universo atado a ese concepto extraño que el destino maneja; casi esclavo de la sombra de su silueta y dueño de la entereza de su dolor de cabeza.
Entonces… como rito final de la tinta del cielo, se funde, por sobre su misma condición de divino, la exaltada luz de sus ojos y el cálido sentido del amor. No y solo esa palabra sirve para el después, ninguno de ellos quiere enamorarse del otro ser, fusionar su concepción de realidad con el inmediato candidato. El río no quiere ser lluvia, la nube no quiere ser mar, la montaña no quiere ser lejanía, el cielo no quiere ser sol…
… y la ultima gota, justo antes, en ese detenimiento hermoso que el tiempo otorga a los soñadores, de que se destruyera la entereza propia del paisaje, le otorga al universo esa libertad tan deseada que quiebra con la fuerza del destino y rompe con cada uno de sus hilos. El punto final del escenario, una vez hecho sol, crece por sobre el ego del río, sembrando su rostro de belleza en la cima de esa montaña inexistente.
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